Juan Manuel salió exultante de la convención anual. Allí se acababa de hablar de arriesgar, de hacer las cosas de forma diferente. «Hay que arriesgar para buscar el éxito» se llegó a decir. Juan Manuel había desarrollado los proyectos más exitosos de la compañía durante años y sabía que tomar riesgos es imprescindible para innovar y que, ahora más que nunca, es necesario hacerlo.
Pero sucedió que, en un proyecto importante, falló casi todo. Sin duda el riesgo había sido mayor que en otros proyectos pero allí no se evaluó la situación en el momento en que se tomaron las decisiones, ni la desafortunada cadena de acontecimientos, ni siquiera se evaluó el balance final de resultados. No se dio tiempo para ello, directamente se procedió a juzgar y condenar a Juan Manuel por un delito capital; había arriesgado.
Es más, en un vistazo atrás se le responsabilizó de que en los últimos años había arriesgado demasiado en todo lo que había hecho. Daban igual los resultados acumulados, la condena era retroactiva.
Es como si la Mutua de Riesgo de Marketing no hubiese provisionando los fondos para indemnización en caso de siniestro. La prima en forma de resultados que Juan Manuel había pagado religiosamente no contaba ahora.
Esta situación me hace reflexionar sobre el riesgo, el riesgo de ser incongruente. Creo que mi único valor profesional es el de ser fiel a mis argumentos. El hacer lo que digo. Si mi discurso habla de trabajo en equipo, de cuidado del detalle o de orientación a los objetivos es porque después de decirlo, le doy prioridad a hacerlo. Es algo que trato de hacer siempre, porque cuando me han salido bien las cosas no ha sido por ser brillante ni por ser muy talentoso, tan solo ha sido por ser fiel a la teoría.
El problema es que mi teoría dice que solo arriesgando eres capaz de hacer cosas novedosas y, por tanto, de hacer que el mundo avance.
Que arriesgado es arriesgar…
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