El ser humano, cuando se relaciona en sociedad, tiene la necesidad de poner de manifiesto su relevancia. Tendrá que ver con el instinto de supervivencia, de procreación o qué se yo, pero que necesitamos manifestar nuestra relevancia, es un hecho.
En el caso de los ejecutivos, y de los ejecutivos de marketing en concreto, es el triple.
Vivimos en un ecosistema endogámico que nos ha hecho confundir el tener la razón con el hecho de tomar decisiones y, para no afrontar que nuestras decisiones son igual de discutibles que las de los que toman las contrarias… intentamos ser más relevantes en el proceso de toma de decisión.
Para arrogarse esa relevancia, se pueden practicar los siguientes métodos.
La Autoridad
La forma más primitiva de imponer nuestra relevancia como ejecutivos es el derecho de veto por autoridad. “Esto no se hará hasta que yo lo apruebe”.
Está bien pensado porque nos evita tener que crear y, por tanto, asumir la cuestionabilidad de las ideas nuevas. Tan solo somos un dique que eligimos lo que dejamos pasar y lo que no.
Esta forma de actuar hace parecer que siempre acertamos, porque solo sucede lo que nosotros aprobamos y, como todo el mundo nos hace la pelota para que no les vetemos sus ideas en el futuro, entre todos presentamos los resultados como nos interesa para que sean positivos.
Por ello los ejecutivos somos tan celosos de dos cosas: de tener mucho presupuesto y de tener un equipo muy grande. El primero nos permite tener derecho de veto sobre muchas decisiones y el segundo nos permite tener mucha gente que nos apoye, convirtiéndonos en más relevantes…
La aportación de valor
Esta mola más.
Se basa en que tienes un ámbito de especialización o de diferenciación en el enfoque que hace que aportes algo que el resto del equipo no aporta. La parte incómoda es que nos obliga a la convivencia con nuestros opuestos llevando a la colaboración, la co-creación y todas esas cosas que tanto nos gustan ahora.
Este modelo nos da relevancia porque nos permite lucir nuestra aportación, normalmente intentando convencer al mundo de que fue la más importante.
El problema viene cuando el consenso se convierte en un objetivo. En ocasiones sirve, pero la mayoría de las veces hace que las ideas se desnaturalicen y que acabemos optando por la mínima mierda de común aceptación.
Este estilo también es bastante habitual y lo detectarás por la frecuencia de citas en el calendario que comienzan por “Workshop de…”
La oferta de valor y la asunción de rol
Aquí metemos un salto de madurez.
El matiz es importante; una cosa es ofrecer el valor y otra la obligación de que sea incorporado.
En este modelo, se establece el liderazgo de un solo miembro del equipo y es asumido por todos aceptando las decisiones, hayamos contribuido a ellas o no. A veces te tocará a ti liderar el proyecto y a veces te tocará ofrecer valor. A veces nos toca atacar y a veces comprometernos en defensa.
Especialmente cuando se trata de procesos creativos o de innovación, no puede haber una gestión asamblearia y el grupo debe decidir quién va a establecer la línea de coherencia, quién va a asumir la dirección creativa.
Una vez todos asumimos nuestro rol en el proyecto, toca el momento de ofrecer nuestra aportación.
El compromiso con la ética profesional está en poner toda la pasión en tu oferta de valor, asumiendo que es el líder quien decidirá si la incorpora o no o lo hace en parte.
Esto que está de moda en la nueva política de “Solo me uno si se hace lo que yo quiero” es más antiguo que todas las cosas. A eso se le llama derecho de veto, está en el primer modelo y suele conducir al bloqueo de los proyectos.
La relevancia está dentro y no fuera de nosotros
En este último modelo –el que prefiero- sucede que te tienes que manejar tú mismo la percepción de relevancia. Nuestra relevancia no viene determinada por factores externos como nuestra posición en el organigrama o la imposición de incorporar nuestras ideas, sino por el orgullo interno de haber contribuido a la consecución de los objetivos por acción… o por omisión
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