Un jefe que tuve me preguntó un día después de presentarle un proyecto:
-«¿estás seguro de que funcionará?»
-“No”, le dije
-“Pero ¿cómo? ¿no estás convencido de ello? ¿Cómo me lo presentas entonces?”, arremetió
-“Porque sí que estoy convencido. Lo que no tengo es la absoluta certeza de que vaya a funcionar, pero si tengo la plena convicción de que es lo que debemos hacer en estos momentos”
Y es que no es lo mismo estar convencido de que hay que hacer algo que tener la certeza de que el resultado va a ser el óptimo, mucho menos en el contexto de incertidumbre en el que nos movemos hoy en día.
El problema es que lo que compra la gente -da igual que sea un jefe que un cliente- son certezas, aunque sean falsas. Queremos planes con garantía de éxito, queremos la solución correcta, queremos la decisión válida. El caso es que hoy en día puedes llegar al mismo destino por diferentes vías y, aunque hay condiciones sine qua non, lo que no hay son garantías de éxito al 100%.
Pero eso es por lo que estamos dispuestos a pagar, por certezas. Nadie quiere asumir que no hay manera de predecir el éxito y que el trabajo bien hecho es el que tiene una línea de coherencia estratégica. El resultado es una consecuencia. No tenemos el valor de adentrarnos en la batalla si las runas no nos han dicho antes que ganaremos.
Y no solo es que nos agobie no saber si vamos a ganar, sino que hemos convertido la victoria en un concepto subjetivo. Todo resultado lo convertimos en interpretable porque nos ocupamos de elegir cuidadosamente los KPIs a posteriori para escoger los verdes y descartar los rojos.
Corren malos tiempos para los que tenemos firmes convicciones y pocas certezas, porque la demanda pide seguridad, aunque no sea seguro…
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